jueves, 2 de agosto de 2007

Mateo, por fin (Crónica de un parto)


No me dio tiempo ni a darle un toque peliculero al asunto.

-“Jiko, creo que he roto aguas…”.


Eran las tres de la mañana del martes 24 de julio. Mateo decía ya vengo. Me obsesionaba ser la típica primeriza que se planta en el hospital a la primera de cambio, sin más síntomas que media contracción. Por eso no quería ni asustar a Jiko ni salir disparados… hasta estar seguros. Jiko miró las gotitas de agua del suelo… ¿Es esto?, dijo. Sí, respondí, y eso y esto y esto… Jiko se rió al ver el reguerillo. Jika, sentenció, has roto aguas. Pero por si acaso leímos un par de párrafos de un libro manual.

Sa
limos de la mano a la noche de nuestro barrio en silencio. Con la bolsa de Mateo y los nervios en las cejas arqueadas, y en la risa tonta. Si alguien nos vio debió pensar que íbamos de copas. O que volvíamos. Claro que ahí estaba mi panza, quitándole dudas al asunto, plantándole al observador nocturno la certeza de que aquello era la “típica escena” de matrimonio de parto, pero sin mi mano en las lumbares ni el gesto nervioso del JikoMarido. Estábamos contentos.

El señor vigilante Don Borde, del parking donde tenemos el JikoTouran metidico por la módica cantidad de ocho mil quinientos euros al mes o algoasí, estuvo a punto de no abrirnos la verja… De nuevo mi panza triunfó en los modales ajenos. Don Borde se convirtió en Don Amable, sonrió de medio lado y nos abrió la puerta sin apartar los ojos de mi barriga. Hala, mucha suerte, que venga bien. Qué frases más huecas y qué certeras cuando te toca.

Jiko condujo despacio hasta el hospital. Llevábamos la
radio puesta, creo, bajito, y creo también que íbamos con las manos juntas… pero sólo recuerdo el silencio, Madrid vacío y negra, y mirarnos y sonreír y nervios y muchas ganas de que pasase lo que ya estaba pasando y de poder grabarlo todo a cámara lenta. Me examinó una matrona alta, rubia, creo que me fijé en una medalla que llevaba colgando del cuello. Fue cálida y contundente: Te vamos a ingresar, estás de parto. No terminó la frase cuando rompí aguas, ahora sí de verdad, nada de reguerillo ni gotitas. Una rotura de aguas en toda regla. Biescas. Recuerdo los pasillos del hospital. Tan oscuros. Tan silenciosos. Un poco tétrico. Y otra pareja llegando a ritmo de contracción, él asustado.


La habitación (la 314, número pi) nos pare
ció triste y fría, y eso que era de las “reformadas chulas, de las que molan”, según un ser prepúber que atendía la recepción con las manos agarradas a una Play Station blanca-mugrienta, pero Mateo estaba tan cerca que los repintaos y las baldosas cejijuntas nos parecieron un motivo más de risa. Alguien, no recuerdo bien, vino a explicarnos qué iba a pasar. Contracciones, se llamaba el capítulo y sólo se llamaba (a la enfermera) cuando fuesen cada cinco minutos.

No recuerdo cuánto tiem
po pasó. Sólo veo la cara de Jiko tratando de agarrarme el dolor con la mano, compartiendo con la mirada, alentándome y queriéndome, sufriendo desde la distancia porque alguien le dijo que a una embarazada de parto no se le toca (cuánta razón, madrecita), intentando remover el tiempo con mi respiración rítmica lenta de manual cuando ésta dejó de serlo por culpa del puto dolor de los cojones me cago en dios esto qué demonios es que nadie me ha avisadoooooooooooooo. La horita corta esa de la que hablan fue la hora más larga, con contracciones cada cuatro minutos imposibles de afrontar desde la teoría del curso preparto. Sólo recuerdo no pronunciar palabra, apretar los dientes y jadear con la boca cerrada mientras el latigazo me partía en dos. Luego llegó la epidural.

Saludos desde aquí a los creadores de la epidural, uno de los grandes inventos de todos los siglos junto con el támpax e Internet.

Ví el cielo, me volvió el habla, abracé a Jiko, que escuchó sorprendido mi repentina verborrea, y respondí a todas las matronas que venían a verme con una sonrisa en la boca. Nos habían bajado a una sala de dilatación para envolverme en sensores y cables y sondas hasta que Mateo tocara el timbre. En realidad me bajaron a mí antes, para ponerme la epidural, y al poco tiempo dejaron entrar a Jiko, que me hizo reír de nuevo: iba vestido con la camiseta de Jiko’s Father que nos regalaron en nuestra boda y encima llevaba la bata verde de quirófano… y los patucos verdes encima de las chanclas “blancas”. El muy perraco me mordió los pies aprovechando la anestesia… Pensé en vengarme, pero luego soy blandita… Bueno, eso y que Jiko me puede.


Estuvimos en la sala de dilatación un tiempo indefinido (soy incapaz de tener noción de las horas allí…), creo que unas tres o cuatro horas, más o menos lo mismo que en la habitación con las contracciones, porque cuando nos llevaron al quirófano eran aproximadamente la una menos cuarto del mediodía. Diez horicas de parto, ahí es
ná.

Recuerdo el quirófano frío, pero no desagradable. Me
parecía mentira estar allí, preparada, con Jiko sujetándome la cabeza y hablándome, con mucha gente entrando y saliendo, con conversaciones triviales a mi alrededor, con todo mi cuerpo expuesto y preparado, rendido a la aventura de darse la vuelta para dejar paso al niño.

Recuerdo los ojos del médico muy nítidamente, por encima de la mascarilla, mirándome con instrucciones y demandas y con tranquilidad y se
guridad. El doctor Olmos, joven y tranquilo, casi tímido, apoyaba en mi rodilla la orden de empujar, venga, una vez más, lo estás haciendo muy bien. Recuerdo empujar con todas mis fuerzas, con la sensación extraña de no sentir y sentir más que nunca. Mateo no quería salir, al menos no por donde debía. Jiko seguía agarrándome la cabeza. Tenerle ahí me daba mucha fuerza, era alucinante. Oí a una matrona decir algo así como “esto va para largo” y al médico explicándome que iba a utilizar fórceps. Tuve miedo por el niño. Fórceps. Pero ni me dio tiempo a prolongar el susto. Mateo salió enseguida, al tiempo que Jiko, emocionado, me decía con las manos y al oído: “Ya está aquí, Jika”. Eran las 13:20.


Le vi en volandas, cubierto de sangre, bocabajo. Apenas me lo posaron encima de la mano, sobre mi tripa ya vacía y usada, un segundo. Estaba mojado, caliente, blandito. Quise tocarlo más, tactarlo, sentirlo en mi cara, pero unas manos rápidas me lo quitaron. Le oí llorar en la habitación de al lado, lloraba sano, fuerte. Yo oía cifras. 2.970 gramos. 50 centímetros...

El médico seguía conmigo, cosiéndome ante la mirada de Javier. Yo sólo q
uería ver y sentir y oler y tener a Mateo, pero nada. Lo trajeron un segundo, envuelto en algo, no recuerdo qué, y me lo inclinaron para que le besara. Estaba sucio, enroscado, tierno. Intenté olerle mientras lo hacía, casi sin voz, con todas las ganas y un nudo en la garganta y en los labios, que no me daban para besarlo entero. No hay forma de explicar ese momento. Luego se lo llevaron al nido. “Sólo un par de horas, para que no pierda el calor”. Y yo pensaba yo le doy calor, el que necesite. Nos quedamos solos Jiko y yo, los dos, justo como siempre pero ya cojos sin él.

Me llevaron a la habitación, recuerdo el techo del ascensor, el techo del pasillo. Me tocaba la mano, debajo de la sábana, co
n la que había acariciado a Mateo húmedo. Jiko se marchó al nido, a verle. Y me quedé sola unos minutos, con mi vida entera en el nido, en grande y en pequeño. Jiko y Jikito. Las diez horas anteriores fueron nada comparado con ese rato. Recuerdo que me quedé mirando las líneas que hacía en la pared la luz cortada por los agujeritos de la persiana.


Jiko regresó al poco tiempo y ya le había cambiado la cara. No le cabían las palabras en la boca, ni la sonrisa. Lo había visto, le había tocado a través de los agujeritos del cristal donde estaba el niño, comiendo calor. Me contó Jiko que Mateo le miró fijamente, con esa lucidez que dicen tienen los recién nacidos durante sus primeras dos horas de vida. Me moría de envidia, también de emoción, no dejé de tener ganas de llorar todo el día.

Y por fin le trajeron. Hinchado y brillante. Gordito, peq
ueño, tanto... Le cogí de espaldas al principio, pero enseguida le giré hacia mí y metí mi cara en el hueco de su cuello. Le olí de una sola vez, sin parar, casi sin moverme, con mis manos sujetándole en el aire. Y luego lo puse al pecho y continué mirándole.

No he parado desde entonces. Ese rato allí los tres fue increíble. ¿Qué hacíamos antes de Mateo? Jiko y yo nos miramos sin dejar de mirarle, acercándonos a su cara diminuta y a sus ojos enormes llenos de pomada antibiótica, qué pasada qué pasada qué pasada todo el tiempo. Tocándole. Riéndonos. Alucinando. Desde entonces, ahora hace una semana, todo ha sido él.


Y han pasado muchas cosicas. Ahí va un resumen.

-A los abuelos les hicimos trampa, pero muy poquita. Les mentimos toda la mañana, con sms que nos situaban en cualquier sitio menos en una sala de dilatación. Pero luego les llamamos enseguida y llegaron casi antes de colgar. Mis suegros, Beni y Luis, han tocado a su güaje con la misma sonrisa derretida que mis padres, Mi
guel y Rosa.

-Mateo dedicó su primera sonrisa a su abuelo Miguel, que babea desde entonces. Es el que está en la nube más alta: le escribe cada día un diario bonito que nos manda por mail. Nunca le había visto la expresión que tiene mirando a Mateo. Es emocionante.

-Su otro abuelo, Luis, no tiene duda sobre el parecido: igual que su padre, es decir, el abuelo de Jiko. Cuando se despidió de vuelta a Gijón me dijo: “Cuídale, que tenéis una joya”. Se va con la cartera llena de Mateo.

-Las abuelas cumplen tópicos (nos cocinan, nos cuidan) y mi madre va tres pasos por delante de mis necesidades… es una ayuda increíble, como siempre, y tiene una mirada distinta desde que vio a su
nieto. También he visto a Beni una luz distinta, se ríe cuando le acuna, se ablanda al acercárselo al regazo.

-Yo estoy en una especie de burbuja y no sólo por Mateo: el mismo día del parto se me estropeó el móvil y desde entonces sólo puedo recibir y enviar sms, pero no llamadas, así que he podido hablar aún con muy poquita gente. Tengo tantas llamadas pendientes y tanto hijo del que estar pendiente...

-La primera semana de vida de Mateo ha sido de locos, de encierro y entrega, de alegría y dolor (esos puntos-y-el-desgarro-criminaaaaaaaaaaaalllll...), de un peso tremendo y desconocido de responsabilidad e intención; todo es sacarle adelante.

-Después de dos días y un susto lleno de horas sin dormir y llanto inconsolable y demasiados
gramos perdidos para un cuerpecillo de agua y bilirrubina, Mateo empezó a engordar. Ahora casi llena la piel-sharpei y abre mucho los ojos de almendraza y sigue nuestras voces por el techo de la habitación, pero con calma y alguna sonrisa perdida en la decena de gestos que empieza a archivar.


-Empiezan las coordenadas de un trío.
PD: Jiko, cuánto te quiero en bostezos de león de nuestro Jikito.


2 comentarios:

Cristina dijo...

¡¡¡Qué emoción más grande la que sentí al conocer la noticia!!!
Babi, no había sentido nada igual por un sobrino... me emocioné en cuanto lo supe, cuando vi a tu padre los ojos se me llenaron de lagrimas porque tenía una mirada como jamás le había visto, pero cuando os vi, no lo pude ocultar, los sentimientos son inexplicables. Pero lo más alucinante de todo, es que llevo una semana igual, emocionada, con ganas de achucharos y de ver mi sobrinillo.
Os quiero, Cris

Agustín dijo...

Muy lindo y emocionante relato!!