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Lo que más me gusta de ella en la cocina es que las recetas se las pasa por debajo de la olla. Siempre lo hizo. Es cierto que, cuando algo de lo que ve le gusta y lo quiere hacer, sigue un par de parámetros, pero desde que mi madre saca la tabla y enciende la lumbre (es un decir, ahora sólo se pulsa un botón invisible con el dedo corazón y una luz dice que hay fuego en el hogar) deja que su instinto y su noción del equilibrio y la balanza sean los que creen el plato en cuestión, y no unas medidas de manual en lista. Sus especialidades son muchas: el osobuco con arroz blanco, el guiso de carne, los canelones, la tortilla de patata (esa tortillaaaaaaa)... y ahora, en este maravilloso periodo postparto en el que ella, y también mi padre y mi suegra (él, con un salmorejo de escándalo; Beni, con croquetinas, lentejas... y una crema de zanahoria y unos fréjoles de concurso), nos han llenado la nevera de guisos y delicatessen varias, ella se nos ha lanzado con el Estofado Bourguignon. Lo vio un día en tal programa y se dijo ahí que voy... Y vaya si fue. Para empezar cambió la carne de buey de la receta original por carne de babilla, tan tierna que el cuchillo era una mera excusa para tener la derecha ocupada. Se marcó, además, una salsa espesa como una siesta a deshora y sabrosa como un beso de repente. Y rodeó todo con unas chalotas caramelizadas y unas patatas nuevas hervidas con sal gorda y mantequilla que nos dejó sin una gota de rencor.
Madrecita-madrecita (ahora sí, literal).
PD: Como sus padres, creemos que Jikito comienza a valorar el arte culinario. Si no en calidad, sí en cantidad. Mientras escribo esto, justo después de darle el pecho, oigo decir a JikoPapá, bibe y Mateo en mano: "Señor Botijo, se está usted comiendo hasta la toalla".
[Nota: Señor Botijo es Mateo cuando pimpla con ansia].
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