

Desde que somos cuatro somos menos dos que nunca. Es una etapa, una fase, un tránsito, nos dicen, y ya sabíamos. Pero qué etapa, qué transito. Dormimos a baches, hablamos con paréntesis, nos miramos casi con sorpresa en un cruce de salón, biberón en mano, pañal sucio volando, salimos a la calle en modo zombie. Nos agarramos al recuerdo de unas escaleras en las que nos conocimos y en las que un ángulo frío con patio de fondo y silencio de forma nos enganchó a lo bestia. Nos agarramos a eso porque ahora no somos nosotros, son ellos. Mat y Luc nos chupan la energía como una relación de pasión y celos, pero, es curioso, también nos la dan, sólo con mirarlos, tactarlos cuando están templados y blandos y terremotos. Es extraño para nosotros: estar felices y abatidos al mismo tiempo, poderosos y débiles a la vez, agotados y, sin embargo, con ganas de hacer más. Y pasan los días y sigue el tránsito. Yo, por ahora, no me imagino cómo será no tener que seguir este ritmo. Por eso, cuando tengo una décima de cabeza libre (las manos las tengo llenas de bebés, casi todo el rato; y cuando no, llenas de sueño; y cuando no, llenas de horarios) vuelvo a él, porque necesito recuperar la penumbra de esas escaleras en la que Jiko, entonces Marca, me desabrochaba los cordones de mis zapatillas para decirme te quiero. Y eso que desde entonces, incluso ahora, me lo dice todos los días (o casi todos). Recuperar eso de pensar sólo en nosotros. Eso no lo hacemos todos los días. Y ya nunca lo haremos, supongo. No de la misma manera. Así que yo, aunque últimamente tenga la voz llena de lo que canta Pedro y el dragón Elliot o Charlie en su fábrica de chocolate o Dorothy y Totó over the rainbow, planto aquí mi realidad con un sigo enganchada a tí en voz alta y con todo lo que sentí en aquellas escaleras intacto. Aunque este tránsito, estos días, lo sepulte a golpe de rutina de madre, padre y muy señor mio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario