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Estuvo muy bien, sin embargo. Vila Real de Santo Antonio, que es el "lejano" punto de destino, es el pueblo más silencioso del mundo, con el mayor número de toallas del mundo y con el mercado más vacío del mundo (es que llegamos tarde...). Compramos unos quesos diminutos con promesa, un pan recio que pellizcamos como pirañas, un cuchillo panadero de filo certero y comimos mucho mejor de lo que el espíritu turístico de la zona nos hacía pensar: Jiko, un bacalao a la plancha rico; yo, unas sardinas a la brasa con ensalada de tomate. Menú pequeño, sencillo, perfecto, con queso y pasta de sardinas de entrante de la casa y una tarta "de natas" (una era poco) de postre.
Mateo, mientras, sobao... Así siguió hasta llegar a Ayamonte, donde se despertó justo cuando una nube negra se nos plantó encima de la bienvenida.
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