skip to main |
skip to sidebar

Mateo dijo por primera vez "a-bu-e-loooooooo" y "a-bu-e-laaaaaaaa" casi al mismo tiempo, pero ese minuto y medio de diferencia sirvió para que el abuelo hiciese un tajante corte de mangas a la abuela después de ser el primero en la ilustre pronunciación. Luc, que dormía, abrió un ojo a medias. La yaya y yo reímos.
Luego, como últimamente hacemos en plan costumbre semanal, nos fuimos todos al Retiro (esta vez, con Silvia y Enak, un gustito inesperado), básicamente a disfrutar del solete juntos mientras Mateo se convierte en croqueta en medio del arenero. Ayer, justó después de abordar el tobogán hacía arriba y el columpio en diagonal, Mateo levantó el índice hasta Minnie, que le "regaló" un globo-espada con un sospechoso acento chino y le hizo creer que Disneylandia queda, pues eso, a cinco minutos de casa. De todo esto habló con el a-bu-e-lo en su bordillo favorito:

Manda narices que el homenajeado no salga en las fotos, pero apenas un borrón en plena piñata no iba a quedar serio. Rodrigo, desde aquí te digo que pediré a tu padre una imagen bien grande, contigo leyendo los chascarrillos del Capitán Calzoncillos o soplando las velas o cazando sugus en el aire, para añadirla a esta entrada. Y una de tu hermana Ana, que de punto rosa estaba de bocata. Y como sólo tengo estas fotos como evidencia sentencio que Mateo disfrutó como un enano (de jardín). Hizo suya la pinta pirata requerida para las pruebas (que no hizo, clarostá); descubrió que del cielo pueden llover golosinas (o de la ventana, de mano de Tía Carlota); escupió un osito de gominola más pequeño que su pulgar; rescató un caballito con historia; se embadurnó de tarta, primero con tenedor, luego con su puño y letra (sólo una, la eme: mmmmmmmm....); corrío, río, saltó; y hasta le picó un bicho en los límites belicosos que marca la goma del pañal número 4. Ah, y los ganchitos. Uno a uno, dos a dos, tres a tres, diez a diez. Qué descubrimiento, los ganchitos. 





Al día siguiente volvimos, con la excusa de un teléfono extraviado. El verdadero motivo era que Mateo llorase de risa con la memorable representación de Rodrigo convertido en dinosaurio feroz. Desde esa tarde de tortitas (pocas, pocas, fueron pocas), siempre que le hablo de Rodrigo, Mateo ruge con las manos en alto, en pose T-Rex.
Tiene el morrazo de bostezar, el tío. Él, que puede dormir y duerme cuando le da la gana. Luc, cada vez más despierto, nos tiene a nosotros muertecitos de sueño, agotaos, derrengaos, acabaos. Menos mal que la naturaleza se planta y, como con Mat, mirarle y olerle y tocarle te deja sin una gotica de rencor. Así es: por más que nos escuezan las ojeras y los nervios, resulta que sabemos que tenemos en los brazos lo mejor que nos ha pasado.

A la que te descuidas en el parque, Mateo roba una moto.
Ésta es la cara al ser pillado in fraganti.
Con una mano aún agarrando la mercancia, por si acaso.


Desde que somos cuatro somos menos dos que nunca. Es una etapa, una fase, un tránsito, nos dicen, y ya sabíamos. Pero qué etapa, qué transito. Dormimos a baches, hablamos con paréntesis, nos miramos casi con sorpresa en un cruce de salón, biberón en mano, pañal sucio volando, salimos a la calle en modo zombie. Nos agarramos al recuerdo de unas escaleras en las que nos conocimos y en las que un ángulo frío con patio de fondo y silencio de forma nos enganchó a lo bestia. Nos agarramos a eso porque ahora no somos nosotros, son ellos. Mat y Luc nos chupan la energía como una relación de pasión y celos, pero, es curioso, también nos la dan, sólo con mirarlos, tactarlos cuando están templados y blandos y terremotos. Es extraño para nosotros: estar felices y abatidos al mismo tiempo, poderosos y débiles a la vez, agotados y, sin embargo, con ganas de hacer más. Y pasan los días y sigue el tránsito. Yo, por ahora, no me imagino cómo será no tener que seguir este ritmo. Por eso, cuando tengo una décima de cabeza libre (las manos las tengo llenas de bebés, casi todo el rato; y cuando no, llenas de sueño; y cuando no, llenas de horarios) vuelvo a él, porque necesito recuperar la penumbra de esas escaleras en la que Jiko, entonces Marca, me desabrochaba los cordones de mis zapatillas para decirme te quiero. Y eso que desde entonces, incluso ahora, me lo dice todos los días (o casi todos). Recuperar eso de pensar sólo en nosotros. Eso no lo hacemos todos los días. Y ya nunca lo haremos, supongo. No de la misma manera. Así que yo, aunque últimamente tenga la voz llena de lo que canta Pedro y el dragón Elliot o Charlie en su fábrica de chocolate o Dorothy y Totó over the rainbow, planto aquí mi realidad con un sigo enganchada a tí en voz alta y con todo lo que sentí en aquellas escaleras intacto. Aunque este tránsito, estos días, lo sepulte a golpe de rutina de madre, padre y muy señor mio.