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Qué cosas más curiosas. Ayer mismo asumíamos que con Mateo hemos parido un nervio puro, una fuente inagotable de energía, un torbellino que ni el Katrina, una fuerza dinámica de la naturaleza... ¿cómo se dice ahora?, ah, sí: una ciclogénesis explosiva. Pues eso. Los coches por el suelo, los animales de la selva, los rotuladores, los folios en blanco o pintarrajeados, el escondite, la mímica, el cuento de la playa, el de la jungla, el de Pocoyó, la mochila de Elly, el gato de Caillou, las canciones, los cantajuegos, Baby Einstein, bailar, me subo a la silla, casi me caigo, ven conmigo al baño, meto la mano en el desagüe, escondo el mando de la tele, me como un cepillo de dientes... Todo esto de nada sirve para que se entretenga más de uno, dos minutos, lo que nos deja a Jiko y a mí y a mi tripa en estado catatónico, y eso que estuvimos en la calle tooooda la mañana. Ná, ni el aire le amaina. Anoche, cuando ya dormía, no pudimos ni con un episodio de nuestra serie del momento (Damages, segunda temporada). Nos desmayamos en el minuto 14.
Decidimos sobrevivir buscando "métodos" nuevos para que se distraiga, juegue, desarrolle, patatín, patatán. Algo que nos quite el acojone y la sombra de la hiperactividad. Es que no para. Y esta mañana de domingo gris, ventoso y casero (qué gusto), le descubrimos descubriendo, valga la rebuznancia, el método más simple que encontramos en nuestra búsqueda didáctica: la cacerolada. Ningún misterio: se abre el cajón de las ollas... et voilà, saco una por una, las coloco, descoloco, hago sonar, muevo, traslado, meto un pie... y ya con el complemento ideal de la cuchara de madera, buff, aquello es el paraíso. Se soporta hasta el concierto metalero.
Nota: al término de la edición de esta entrada la cacerolada dejó de ser método para ser historia. Ensayamos ahora el inglés de la mano de Muzzy, que es un oso verde con un extraño poder hipnótico. Hace que Mateo se ría como una hiena...
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