Me miró un poco extrañado, como si en vez de en el arenero del parque le hubiera dejado sentado en mitad de la M-30. Deslicé entonces un índice por la arena que había a su alrededor, haciendo círculos, montones, autopistas... Y a partir de ese momento, bajó la mirada al suelo y ya no me hizo ni caso: en su primera experiencia arenera, Mateo tactó la tierra primero con ceremonia y luego con exagerada emoción, apretando las piedritas entre sus dedos, intentando comprobar su textura con las encías y danzo manotazos al aire sin conseguir despegar. Él terminó como un filete empanado. El agua del baño, negra.
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