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Luc gruñe con los bracitos en alto porque imita al dinosaurio articulado del cuarto. Como nos hace reír, insiste. Y luego saca la lengua y se gira con la mano en la espalda. Mirando de reojo. Ampliando repertorio.
Ésta es la cara de Mat al pararse el coche. Otra monedita más. Dice.
Luc ha aprendido a subirse a la cama de Mateo y le asalta los sueños porque le echa de menos. Mateo nunca se enfada: abre los ojos, mira a su hermano aún sin ver del todo y dice con la lengua de trapo: "Lukiiiiiii...". Y se ponen los dos a hacer el dinosaurio.
No se si le emociona más a Luc aprender a caminar por la calle o a Mato llevarle de la mano.
O a mí ser arrastrada por los dos (aunque Jikopaparazzo me corte la cabeza).
Hubo un día, hacía frío, en que los dos se durmieron al tiempo y pudimos encontrar en TOMA, un restaurante enano y cercano, un hueco para su sueño en cochecitos y otro para nosotros. Este brunch, obra de Joe, un americano en Madrid, fue un paréntesis lleno de salsa benedict, beicon en su punto, manzana con canela, french toasts...
Así son nuestras ocho de la noche. Jiko con Luc encima, lleno de sueño y de leche caliente, a punto de cuna. Yo con Mateo, batallando la cena, negociando el postre, aguantando la risa cuando hace el helicóptero con un melocotón, limpiándole la boca, a punto de cuento y cama. Cuando acabamos, Jiko y yo nos rendimos en el futón. ¿Alguna vez fuimos sólo dos?